viernes, 10 de abril de 2020

No leas mucho, lee bien.

Con el tiempo he llegado a comprobar cuán difícil empresa es escribir unas escasas y concisas líneas. Para aquellos que lo logran, el mérito no debe ser atribuible solo a su talento, sino más bien a su constancia en las muchas horas de lectura, horas durante las cuales algunas de esos miles de palabras que se pasean ante nuestros ojos, se van almacenando en un lugar de nuestra mente, y de manera inconsciente se van entrelazando para expresar ideas y sentimientos.

Pero no solo es el acceso a todo un caudal de nuevas palabras, o el surgimiento de nuevas ideas lo que debería impulsarnos a leer; sino el dialogo interno que se suscita en medio de la lectura mientras afirmamos o negamos, el cual es el responsable de estimular el maravilloso acto humano de pensar, que es lo que transforma el verbo en carne y sangre.

El problema, es que la mayoría de la literatura moderna es insustancial, y llena de lugares comunes, por lo cual es muy poco lo que aporta cultural e intelectualmente. En el pasado, era mi costumbre ir semanalmente a las librerías de caracas, y hurgar entre sus estantes en búsqueda del último libro de moda. En cierta oportunidad, una persona que considero un buen lector, me sugirió que abandonara tales prácticas y que a cambio de ello me dedicara a leer los clásicos. Su razonamiento era que la mayoría de los considerados “buenos libros” en la actualidad, no era más que una paráfrasis de grandes obras, y la más de las veces una paráfrasis muy mala.

Se dice que la lengua inglesa aprendió a pensar con Shakespeare, y el castellano aprendió a hablar con Cervantes. Por ello, no en balde a nuestro idioma se le conoce como la lengua de Cervantes. Ese flacuchento anciano de 58 años, le infundió aliento de vida a nuestro rustico y precario idioma, convirtiéndolo en una ciudad asentada sobre un monte. Gracias a él, nuestra maravillosa lengua conoció setecientas nuevas palabras, (algunos dicen que en realidad fueron más de cuatro mil), y tiene en su haber más de siete mil refranes proverbios y dicharachos que aquel hidalgo le supo imprimir con su ingenio creativo. Si las largas lecturas son la condición para poder escribir unas pocas líneas con un poco de coherencia, yo me pregunto: ¿Cuántas decenas de libros y cuantos millares de palabras se pasearon ante los ojos de nuestro ingenioso hidalgo, para hacer refulgir de su brillante imaginación esa magna obra?
No se puede hablar de los clásicos sin hablar de Cervantes, y no se puede hablar de Cervantes sin hablar de nuestro idioma. Es decir, no se puede amar a los clásicos sin amar la obra de Cervantes y sin amar la lengua de Cervantes.
Como amante de lo clásico, me declaro amante de la obra de Cervantes y del maravilloso idioma que con su ingenio transformó en una maravillosa obra de arte.

De este glorioso idioma, que “nació con los pies descalzos entre trovadores que cantaban en plazas polvorientas”, diría el poeta Neruda:
“Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de la tierra de las barbas, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras”.

Y yo digo lo mismo desde esta trinchera: nos dejaron todo…así que a leer los clásicos señores.




Abril 10, 2020

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