Con el tiempo he llegado a comprobar cuán
difícil empresa es escribir unas escasas y concisas líneas. Para aquellos que
lo logran, el mérito no debe ser atribuible solo a su talento, sino más bien a
su constancia en las muchas horas de lectura, horas durante las cuales algunas
de esos miles de palabras que se pasean ante nuestros ojos, se van almacenando
en un lugar de nuestra mente, y de manera inconsciente se van entrelazando para
expresar ideas y sentimientos.
Pero no solo es el acceso
a todo un caudal de nuevas palabras, o el surgimiento de nuevas ideas lo que
debería impulsarnos a leer; sino el dialogo interno que se suscita en medio de
la lectura mientras afirmamos o negamos, el cual es el responsable de estimular
el maravilloso acto humano de pensar, que es lo que transforma el verbo en
carne y sangre.
El problema, es que la mayoría de la literatura moderna es insustancial, y llena de lugares comunes, por lo cual es muy poco lo que aporta cultural e
intelectualmente. En el pasado,
era mi costumbre ir semanalmente a las librerías de caracas, y hurgar entre sus
estantes en búsqueda del último libro de moda. En cierta oportunidad, una
persona que considero un buen lector, me sugirió que abandonara tales prácticas
y que a cambio de ello me dedicara a leer los clásicos. Su razonamiento era que
la mayoría de los considerados “buenos libros” en la actualidad, no era más que
una paráfrasis de grandes obras, y la más de las veces una paráfrasis muy mala.
Se dice que la lengua
inglesa aprendió a pensar con Shakespeare, y el castellano aprendió a hablar
con Cervantes. Por ello, no en balde a nuestro idioma se le conoce como la
lengua de Cervantes. Ese flacuchento anciano de 58 años, le infundió aliento de
vida a nuestro rustico y precario idioma, convirtiéndolo en una ciudad asentada
sobre un monte. Gracias a él, nuestra maravillosa lengua conoció setecientas
nuevas palabras, (algunos dicen que en realidad fueron más de cuatro mil), y
tiene en su haber más de siete mil refranes proverbios y dicharachos que aquel
hidalgo le supo imprimir con su ingenio creativo. Si las largas lecturas son la
condición para poder escribir unas pocas líneas con un poco de coherencia, yo
me pregunto: ¿Cuántas decenas de libros y cuantos millares de palabras se
pasearon ante los ojos de nuestro ingenioso hidalgo, para hacer refulgir de su
brillante imaginación esa magna obra?
No se puede hablar de los
clásicos sin hablar de Cervantes, y no se puede hablar de Cervantes sin hablar
de nuestro idioma. Es decir, no se puede amar a los clásicos sin amar la obra
de Cervantes y sin amar la lengua de Cervantes.
Como amante de lo
clásico, me declaro amante de la obra de Cervantes y del maravilloso idioma que
con su ingenio transformó en una maravillosa obra de arte.
De este glorioso idioma,
que “nació con los pies descalzos entre trovadores que cantaban en plazas
polvorientas”, diría el poeta Neruda:
“Qué buen idioma el mío,
qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Estos andaban a
zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando
patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con
aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban,
con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en
sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los
bárbaros se les caían de la tierra de las barbas, de las herraduras, como
piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el
idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el
oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras”.
Y yo digo lo mismo desde
esta trinchera: nos dejaron todo…así que a leer los clásicos señores.
Abril 10, 2020